¿quién es CELSO ROMÁN?
Mi recuerdo más temprano es el de
un niño de tres años sentado en la piel de un jaguar que había cazado el tío
Alberto Campos, en alguna remota selva colombiana. Mi padre, Gustavo Román
Bazurto, tomó la fotografía con una cámara que se colocaba contra el pecho para
enfocar la imagen y hacer que ocurriera la magia de detener el tiempo en un
papel y con él mi primera memoria de la vida.
Era en la casa de la abuela Verónica
en Ibagué. Un patio soleado, con helechos de donde salían alacranes que morían
destripados por las chancletas de las tías en el ajedrez de los baldosines.
Había también una gran jaula con pájaros negros de pecho amarillos llamados
“toches”, que cantaban alegres a pesar de estar en la prisión. Me sentaron
sobre el cuero en medio de la mañana y mis manos pequeñitas percibieron la piel
manchada, como pintada por los dioses artistas para establecer el juego del
mimetismo de la fiera muerta.
Sentí entonces los follajes que
el tigre había recorrido, los ríos, la sangre, la fuerza de ese rey de la
manigua destronado por mi tío el cazador. Percibí el dolor de la vida perdida,
el sacrificio de la obra de los espíritus del bosque.
- “El niño se puso a llorar, a lo mejor se asustó con el cuero”, dijeron
y me quitaron de ahí, pero la foto quedó tomada unos instantes antes de las
lágrimas. Seguí siendo un pequeño más bien retraído, débil y enfermizo, casi
arrebatado por la muerte debido a una disentería en una agonía de la cual salí
con el ojo izquierdo estrábico para siempre, perdida la mitad de la percepción
del mundo, pero acaso abierta para mirar otros universos que están dentro de
éste.
Retornábamos casi siempre en
Navidad, para descubrir un mundo lleno de maravillas y misterios en las
proximidades del Parque del Centenario, por donde corría un riachuelo lleno de
peces diminutos, inquietos y coloridos, frente a una cueva donde asustaba el
espíritu de un fraile sin cabeza. Desde el pasillo embarandado que comunicaba
las habitaciones de la parte trasera de la casa se veía un lote donde un hombre
cultivaba hortalizas, y era otro regalo de la vida contemplar cómo los surcos
de tierra negra se llenaban de verde, y nadie más sino yo podía ver el milagro
de las plantas creciendo segundo a segundo de un día para otro.
A veces nos llevaban a Rovira, un
recuerdo de casas blancas con patios enormes a los cuales se accedía por un
pasillo donde se resbalaban las mulas de grandes ojos asustados y donde en las
noches de luna llena los hombres salían a cazar armadillos. A media mañana las
bestezuelas llegaban prisioneras en mochilas de fique, como dragones capturados
cuyas uñas salían por entre el tejido basto del costal. Los llevaban para que
un tío que padecía asma bebiera en ayunas un vaso completo de esa sangre
fresca. Las cacerías eran a caballo, y ahí está mi fotografía, tal vez de seis
o siete años, en una de esas cabalgaduras estragadas por la noche de caminar en
las montañas.
Allí escuché las primeras atroces
historias de la violencia que aún perdura, y que en ese entonces obligó a los
parientes a emigrar a la capital. La abuela Verónica, que mantenía cohesionada
la familia a su alrededor, un día se fue para siempre, dejándome un recuerdo de
cabellos blancos en medio de su patio de helechos, el perfume que venía desde
la huerta milagrosa y el canto de sus pájaros, que también quedaron libres
cuando los tíos y las tías se vinieron para Bogotá, la ciudad donde yo aprendí
la magia de la lectura y por primera vez pude ver los ángeles entre las nubes.
Helena Campos Bonilla era mi
madre. Le decían “Nena”, era maestra normalista y ella me enseñó a leer en la
casa. Yo estaba sentado en el quicio de una puerta que daba a un patio
florecido, como el de la abuela. Era un día por la tarde y ella cosía en su
vieja máquina Singer, y mientras las costuras seguían los pespuntes en las
telas, ella me revelaba el secreto de la combinación de los signos para que
dentro de la cabeza se comprendiera un significado. Recuerdo perfectamente cómo
ella me llevó poco a poco, con ternura, por ese camino del aprendizaje, para
que en un juego sin imposiciones llegara a descifrar los signos secretos del
mapa del tesoro. Estaba en la letra “C”
de la “Alegría de Leer” cuando
apareció frente a mí la palabra “coco”
y fue como un milagro.
Digo que es como un milagro esa
sensación mágica de entender que en esos caracteres venidos de tan lejos, del
fondo del río de la historia, llegaban a nosotros para poder apropiar el mundo
con la magia de la palabra. En cada niño que aprende a leer se repite la
historia del conocimiento de la humanidad.
Entendí que en esos caracteres de
“coco” estaba la semilla más grande
que hay sobre la tierra, y lo que me pareció más hermosos y revelador, fue
entender que también allí estaban la palmera, la playa, las olas, la sal, la
brisa, las gaviotas, los peces, los barcos de vela en el horizonte, que
iniciaban viajes hacia los mundos desconocidos, hacia el universo por
descubrir.
Entendí que leer y soñar están
ligados, y que hay siempre una magia al alcance de los niños, como cuando mi
hermano Jaime y yo mirábamos las nubes acostados en la pequeña azotea de la
casita en Chapinero. Pasaban elefantes por el cielo, y buques, y montañas y
gigantes que cambiaban lentamente su forma. Entonces se corrieron las nubes y
lo vimos:
-“Mire Kilo –era el apodo de Jaime-, ¿Si lo ve?”
- “Claro”, me respondió, “es un ángel”
Era un niño como nosotros, que
nos miraba desde arriba, sonriendo con un par de alas. Un copo de nube
desplazado por el viento cubrió aquel rostro que alcanzó a decirnos adiós con
un movimiento de la mano, como cuando una mamá quita al niño de la ventana y
cierra la cortina. Seguimos vigilando el cielo aquel
día, y en una montaña blanca vimos dos figuras cubiertas de pieles, y
concluimos que se trataba de Adán y Eva, ya fuera del Paraíso, errantes por los
caminos del firmamento.
Encontrábamos la magia en todas
partes. Tuve la suerte de que mi padre, médico veterinario de profesión,
tuviera la finca “El Caracolí”, con enormes árboles de ese nombre, que aún
perduran a la orilla del río Calandaima como testimonio de su amor por la
naturaleza. Los hermanos éramos una tropilla de nueve niños atentos al
descubrimiento de escarabajos tornasolados, cangrejos en el río, culebras en el
guadual, perdices y conejos en el rastrojo de los potreros. En ese lugar
encantado supimos lo que era ser náufragos que levantaron una casa en un árbol,
o piratas en un río transformado en el mar, que asaltaban una roca convertida
en castillo.
Pero sobretodo tuvimos contacto
con el milagro de la vida cuando nos levantaban temprano, en amaneceres llenos
de rocío y neblina para que viéramos el potro recién nacido, hijo de la yegua “Pelusa”, o el ternero que la vaca “Campana” había parido durante la noche.
Todavía en ese lugar me emociona el germinar de las semillas y la maduración de
los frutos en los viejos árboles sembrados por mi padre.
Era un niño que soñaba
fácilmente, tal vez porque era débil –tenía un retraso en el crecimiento y
siempre parecía más pequeño de lo que en realidad era- y mi defecto visual
nunca me permitió ser hábil en los deportes. Empecé a refugiarme en la lectura
como un ermitaño en una cueva llena de manuscritos. Mi padre siempre tuvo una
biblioteca que a mí se me antojaba un universo donde había poesía, novelas,
manuales de ciencia veterinaria, libros sobre los toros de lidia, los caballos
de carreras y los gallos de pelea, e inicié la exploración de un firmamento
donde se pasaba de Pierre Loti y Ling Yutang al Quijote y los hermanos
Karamazov, y de Proust y Balzac a un compendio de construcción de cabañas en
madera, “Los Cazadores de Microbios”,
las plantas forrajeras y la tristeza de los bovinos. Los libros contribuyeron a
moldear sueños, y sobretodo, a soportar la difícil y casi desastrosa experiencia
que fue el colegio.
Creo que los niños en los
primeros años de vida repiten la historia de la humanidad, y en la escuela
primaria son la tribu primitiva que pretende apropiarse del mundo mediante el
mito, que llena todo de magia, pero también con la fuerza. La pandilla escolar
es la horda con un macho dominante que se encarga de apalear a los débiles, y
yo era parte del bando de los perdedores.
Con el tiempo aprendí que la
debilidad es una fuerza y que la imaginación tiene alas cuando encuentra un
espacio donde expresarse: sucedía al retornar al colegio, cuando el profesor
Rafael Aramendiz, en el Colegio Emmanuel d’Alzon nos pedía escribir una
redacción acerca de lo que habíamos hecho en vacaciones. Allí rendía frutos la
palabra en una mezcla de fantasía e imaginación cuando le ayudaba a mis
compañeros a hacer esa tarea que parecía tan desagradable a quienes sabían
meter goles y ganar carreras. La literatura me permitió ocupar un lugar en la
tribu, pues los fuertes de la horda venían con humildad a pedirle a este débil
que “les ayudara con la tarea”.
El profesor Rafael Aramendiz, con
la sensibilidad suficiente para entender que una vocación por la palabra
empezaba a nacer, me dejó escribir, balbucear unos primeros textos que tenían
la misma impronta: imaginación desbordada, mundos soñados, aventuras
inverosímiles. Él sabía que yo no sabía que él sabía que yo hacía las tareas a
los duros de la horda, y nunca dijo nada. Quizás a eso se deba que yo sea hoy
escritor.
La vida nos pone en caminos de
incertidumbre, y poco a poco vamos descubriendo que se trata de una búsqueda
que no tiene fin. En el colegio despertamos para el amor pero es difícil
expresar los sentimientos, encontrar quién entienda los universos que soñamos,
o que reciba lo que queremos dar. Eso se agrava cuando el cine y la publicidad
han vendido la idea de que si no coincidimos con un tipo físico, con una manera
de vestir y de actuar, entonces estamos fuera de la onda correcta. Sucede que
uno llega a la adolescencia y se mira al espejo y se pregunta:
- “Con esta facha ¿Quién me va a querer?”
Al terminar el bachillerato, la
realidad no coincide con los sueños y se tiene primero una gran rabia que se
dirige contra la familia y luego contra sí mismo, hasta que poco a poco,
después de una búsqueda difícil, se va encintrado el camino de la ternura. Tal
vez se trata de dejar de oponer resistencia, de empezar a cambiar por dentro y
abrir el corazón como si fuera una flor que en la mañana se llena de rocío, y
un día está uno listo para el encuentro con las hadas.
Ese camino lo construí con
palabras, que se agruparon en cuentos, cuentos que anidaron en libros, y en una
combinación que implicó pasar de la veterinaria a las bellas artes, a los
talleres de creatividad con niños y a una incansable búsqueda a través de la
lectura en la biblioteca, y a nunca perder esa necesidad febril de soñar.
Encontré que podía “contar el mundo a mi
manera”. Empecé escribiendo para los
compañeros de la facultad, y en las cafeterías de la Universidad Nacional
compartía con ellos los extraños sucesos que me imaginaba, como el del hombre
que sale afanado de su casa, atraviesa la calle sin mirar, oye el frenazo,
siente el golpe, cae, se lleva las manos a la frente y siente el torrente de sangre tibia. Es un
hombre tímido y enemigo de los tumultos, se levanta rápidamente, vuelve a casa,
sube al baño, busca el espejo dispuesto a mirar la magnitud de los estragos de
la herida, se mira, busca su cara en el vidrio pero el cristal miente: no
refleja nada. Corre a la ventana, mira a la calle y ve allá abajo, frente al
carro, su cuerpo inerte, rodeado de curiosos.
-
“Esas cosas tan
raras nadie se las va a creer”, me decían después de leer esos cuentos
enrevesados.
-
“Los niños sí
pueden creer en la magia”, fue lo que pensé y poco a poco dirigí mi corazón
hacia un mundo mediado por la fantasía.
No dejar de soñar empezó a ser la
clave, y descubrí que por cruel y duro que fuera el mundo, la ternura podía
transformarlo.
Ese primer intento fue el libro “Los Amigos del Hombre”, y con él vino
el premio ENKA de Literatura Infantil. Luego descubrí magia en las cosas de la
casa, y hallé señales de amor en las tejas que en la noche oímos sonreír cuando
las acarician las felpudas patas de los gatos enamorados. Había poesía en
objetos tan cotidianos como una plancha, una licuadora, una fruta comprada con
amor en el mercado. Esos sueños se volvieron libros: “Las Cosas de la Casa ”,
“Los Animales Domésticos y Electrodomésticos”, y “Los Animales Fruteros”,
entre otros.
Conformé un hogar con Patricia
Gómez, una artista de ojos verde, y con ella llegaron la apacible María José y
la inquieta Valentina Fabia. Así también han nacido unos catorce libros, que
han llegado con varios galardones nacionales e internacionales, el último de
los cuales es el premio Latinoamericano de Literatura Juvenil
NORMA-FUNDALECTURA para “El Imperio de
las Cinco Lunas”.
Hoy sigo en este camino de la
palabra, con el corazón abierto al amor por la vida en tiempos de guerra y de
dolor, pues es lo único que vale la pena, y pienso que todos los seres humanos
podremos vivir en armonía, en un mundo donde seamos amigos de los árboles y de
los seres reales e imaginarios que habitan los bosques, las ciudades, y
nuestras casas de la vida cotidiana. Un día hemos de encontrar ese equilibrio
llamado felicidad.
Será como devolverle la vida al
jaguar de mi primer recuerdo de la infancia, y entonces no habrá necesidad de
llorar.
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OCURRIÓ EN LA ARENA
cuento de Celso Román
Esta es solamente la historia de una botella que un
día llegó a una playa.
Pero no era cualquier botella, como tantas que hoy
flotan como basura por los anchos mares del planeta. Esta había salido hacía
muchísimo tiempo de una isla desde donde un náufrago enviara un mensaje de
amor.
Flotando por los océanos se llenó de pólipos y
caracolejos, de algas diminutas y glaciales flores marinas. El papel escrito
que llevara por dentro se deshizo, y el mensaje de amor pasó a ser parte de
ella, quedó impregnado en el cristal como una tierna piel que respiraba.
Las olas la dejaron en la playa en una noche de luna
llena, cuando los cangrejos estaban de fiesta, bailando agarrados de las
pinzas, acompañados por la música de una orquesta de grillos y chicharras. Uno
que no fue al baile se la encontró embancada en la arena, atollada y
fosforescente como el rezago de un naufragio de fantasía.
Con gran esfuerzo, usando sus pinzas rosadas,
brillando su concha de colores a la luz de la luna, la fue empujando
cuidadosamente hasta un lugar más seguro, lejos del alcance de la pleamar.
Allí empezaron a conversar con más calma. En la
claridad tenue de la noche, recibiendo de frente la brisa con el murmullo de
las olas, el susurro de las palmeras y la sal de la espuma, la botella le contó
su historia.
Le narró su salida hacía tanto tiempo, desde las
manos de un hombre enamorado que se había perdido después de una tormenta, pero
que mantenía viva su esperanza; le dijo del largo viaje por mares remotos,
llevada por las corrientes y acompañada por los peces, hasta su llegada esta
noche con la marea del atardecer.
El cangrejo la escuchó atentamente y a su turno
también le habló de su casita de arena, profunda y sin ventanas bajo la tierra;
le contó del paisaje debajo del agua, de su vida trabajando de sol a sol y de
luna a luna; le habló de sus sueños, que se le perdían con las olas de la
bajamar y los volvía a encontrar al día siguiente cuando subía la marea y los
hallaba ligeramente roídos por los peces.
Se contaron sus pequeñas vidas y a cada uno le
pareció que la del otro era hermosa y variada.
-"Qué bello es saber que uno va por el mundo
llevando un mensaje de amor", decía el cangrejo abriendo sus tenazas de
par en par, como mostrando sus herramientas de ganarse la vida.
-"Sí, respondía la botella cubierta por su
manto de mejillones diminutos y mínimos corales, pero un mensaje de amor sólo
es útil cuando llega a su destino. Tú en cambio, estás siempre rodeado de
muchos seres; yo he vivido sola tanto tiempo".
El cangrejo desvió la mirada hacia otra parte y bajó
las pinzas con desconsuelo; suspirando y haciendo rayitas en la arena, le dijo
a la botella que a pesar de la multitud de seres en la playa y en el agua
debajo del mar, él vivía muy solo.
Toda la vida había madrugado hacia los arrecifes a
trabajar buscando su comida, pero no tenía con quien compartir su alegría
cuando los días eran buenos, ni su tristeza cuando apenas se conseguía 10
suficiente para no morirse de hambre. Tampoco él iba a los bailes con música de
grillos y orquesta de chicharras en las noches de luna llena.
-"A
mí nadie me quiere", comentó apesadumbrado.
La botella le propuso que podrían ser amigos y así
el mensaje de amor que ella traía estaría llegando a un destino haciendo feliz
a alguien, y en la casita sin ventanas debajo de la arena compartirían alegrías
y tristezas cuando él llegara por las noches, cansado de trabajar tan duro.
Así lo hicieron.
Se casaron en una alegre y colorida ceremonia que
culminó con un baile en el arenal una noche de luna llena. Fue una
descomplicada rumba de pobres, alegre y bulliciosa, amenizada por la famosa
orquesta de grillos y chicharras, que se prolongó hasta el amanecer en el
bailadero alumbrado por las luciérnagas y los cocuyos.
Poco tiempo después, como le pasa a los que se
quieren tanto, empezaron a tener hijos. Eran bastante extraños; no eran feos,
porque a todos los padres sus hijos siempre les parecen bellos, pero a los
vecinos sí les parecieron como raros porque eran así:
No tenían tantas patas como el papá cangrejo, ni
eran todos de vidrio como la mamá botella.
-"¿Qué va a ser de nuestros hijos en la
vida?" se preguntaban ellos por la noche, mirándolos a todos acostaditos,
dormidos en sus mullidas camas de algas.
-"Yo no sé", decía el cangrejo, "pero
ellos son hijos de tanto amor, que no les puede ir mal en la vida, para algo
tienen que ser buenos".
Entonces sucedió que a aquella lejana playa llegó
tropezando alguien que no podía ver bien las flores, ni los atardeceres en el
mar, ni las formaciones de aves marinas en el cielo del atardecer, camino de
sus nidos.
Encontró por casualidad uno de los hijos del
cangrejo y la botella y, como debía hacer siempre por l0 corto de su visión, lo
acercó a sus ojos y miró a través de las trasparentes conchas de cristal del
animalito y fue como un milagro: pudo ver perfecto el rojo de las rosas y el pálido
violeta de las delicadas orquídeas; el amarillo de fuego en las verdes alas de
los loros del monte y el azul definitivo del cielo navegado por los pelícanos
camino de su casa en la escollera.
Los animalitos de la playa, descubrió esa persona
maravillada, servían para mirar clarito la belleza de este mundo.
Las personas con visión defectuosa los llamaron
"ante-ojos" y los juzgaron hermosos y los llevaron gustosos en el
rostro, a pesar de ese aspecto de cangrejo de dos patas, agarrándose de las
orejas, abrazando la cabeza de los agradecidos hombres de corta vista.
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